(Este texto expresa una opinión puramente personal. Su intención es la de abrir el debate y reflexionar sobre la situación actual de la psicología en España)
La patologización de la conducta humana alterada ha suscitado debates intensos e interesantes desde un punto de vista tanto científico como filosófico. Desde la perspectiva médica, un desarreglo neuroquímico sería la base de todo trastorno psicológico, para el que la prescripción del fármaco solucionaría buena parte del problema. Así, la metodología estaría basada en una modificación de la dosis en función de la evolución del paciente. Como ven, es una estrategia que a primera vista puede parecer simplista, ya que no dimensiona con nitidez la diversidad comportamental y su causalidad, mezclando en demasiadas ocasiones lo que puede representar un problema fisiológico de origen genético, traumático o infeccioso de lo que tan solo tiene su origen en una desadaptación social o un conflicto personal de naturaleza emocional, dicho de otro modo, por causas ambientales. La etiología aquí marca la línea roja.
Afortunadamente, en algunos colectivos, esta rigidez del modelo médico ha ido relajándose en favor de una visión más psicosocial, con una introducción gradual de variables no biológicas en la ecuación del trastorno. Aun así, la medicalización sigue presente en la mayor parte de los escenarios que se enmarcan bajo este prisma, generando en no pocas ocasiones problemas derivados de una sobredosificación del psicofármaco (efectos no deseados, reacciones adversas imprevistas, adicciones…). Estudios experimentales de diversa índole darían mucho que hablar a este respecto. Pero esa es una discusión que trasciende las intenciones de este texto.
Para definir los problemas psicológicos como trastornos, existen los manuales DSM y CIE en sus distintas adaptaciones (actualmente en vigor el DSM-V y CIE-11) que funcionan como sistemas clasificatorios de enfermedades tanto físicas como psicológicas. De esta manera encasillamos al individuo en función a la presentación o no de una serie de síntomas.
Sin negar la evidente utilidad de dichos manuales, no podemos pasar por alto la necesidad de una revisión sobre un uso ortodoxo para la intervención en la psique humana.
Nuestro comportamiento, como individuos complejos inmersos en una suerte de contextos diferentes y cambiantes, no es una línea recta, no transcurre sobre una balsa de agua calmada. Existe una enorme amplitud de estrategias individuales de afrontamiento, de interpretaciones ambientales y de expresiones emocionales, ya sean adaptativas o no, y que nos ayudan a sobrellevar la existencia que nos ha tocado (o que hemos elegido).
Dentro de las ciencias del comportamiento humano, nos encontramos con diferentes especializaciones, como la psicología educativa, la neuropsicología, la psicología social o la psicología clínica. Y es precisamente esta última visión de la conducta, la visión patologizadora, aquella que está generando una creciente polémica dentro del gremio.
De alguna manera, la psicología clínica está demasiado cerca de convertir la conducta humana en una suerte de normalización planificada en función al contexto social, que en caso de producirse una mínima desviación que genere malestar, tanto al individuo como a su entorno, pueda considerarse conducta trastornada o enferma. ¿Y qué beneficios puede generar esta forma de entender el comportamiento humano? Pues al paciente o cliente ninguno. ¿Pero qué pasa con el clínico? En primer lugar, cualquier conducta alterada quedaría sujeta a este ámbito de actuación, y no solo los casos más graves por su expresión sintomatológica, sino que cualquier condición ansiógena, distímica, obsesiva… por muy leve que floreciera e independientemente de su etiología podría catalogarse como una patología. Yo, como psicólogo generalista, que ha cursado el itinerario clínico, además de otros cursos post grado que la economía me ha permitido, soy de los que piensa que estamos ante un estrechamiento deliberado del rango normalizado de la conducta con una intención puramente mercantilista. Y me explico:
Imagine que usted va a visitar a su médico de cabecera porque ha notado que ya no es capaz de correr como antes, que si se esfuerza mucho se le agita demasiado el corazón y le duelen las rodillas. El médico le examina y concluye que usted está perfectamente, que no tiene problemas vasculares y que tampoco existe una degeneración significativa de sus articulaciones, que en realidad lo único que le pasa es que usted tiene 65 años y que va siendo hora de entrenar con menos intensidad. Lo que nota forma parte del desarrollo normal del individuo, de su evolución. ¿Podemos convertir esto en patología, intervenir desde la clínica, con una sobremedicación a base de anti-agregantes preventivos y calmantes, que resultará contraproducente o inútil en el mejor de los casos? ¿O mejor recomendamos un entrenamiento adaptado a las circunstancias, bajo la supervisión de especialistas en actividad física deportiva? Parece obvio que es el clínico quién tiene que valorar si se trata realmente de una patología. La cuestión no es esa. Pero ¿qué pasa cuando se pretende convertir en patológico todo malestar independientemente de su grado y causa? Pues precisamente eso es lo que está ocurriendo con la psicología clínica. El individuo llega a consulta porque ha tenido una separación conflictiva, lo que le ha generado una evidente sintomatología ansiosa, además de emociones negativas tendentes a la distimia. El clínico coge su DSM, patologiza la situación y categoriza al individuo como una persona con la conducta alterada, ya sea con un trastorno de ansiedad o con una depresión exógena (según quepa). ¿En serio? ¿Así de fácil? Pero sigamos, porque no es aquí donde la cosa se pone fea, sino en el exceso de celo profesional exhibido por los considerados PIR (si accedemos a la formación pública como residentes) o Psicólogos Generales Sanitarios (en caso de ser económicamente solvente para poder pagarte un master insultantemente caro y cuestionablemente útil). El negocio de la salud está ahí, existe, y puede crear malos compañeros de cama. La psicología clínica o sanitaria tiene su función, su indudable utilidad para el diagnóstico y control de ciertas patologías. Pero pretender excluir cualquier otra forma de intervención sobre la enorme amalgama de situaciones que alteran la conducta humana, utilizando como excusa una definición construida bajo criterios sesgados de lo que es una condición clínica y lo que no, me parece cuanto menos moralmente disperso. Los candidatos que han podido acceder a las reducidísimas plazas que se ofertan en el programa PIR, (no olviden que en la mayoría de los casos es gracias a unos padres que se han visto abocados a mantenerlos indefinidamente mientras dedicaban todas las horas del día a la memorización de manuales diagnósticos), así como aquellos afortunados de tener el suficiente dinero para pagarse un Master en Psicología Sanitaria _que también está lastrado por larguísimas colas de espera y una incomprensible carencia en la oferta_ tratan de convertir el ejercicio de la psicología en un coto cerrado de actuación. La estrategia es sencilla; hay que considerar situación clínica a cualquier cosa que genere malestar al individuo. Esto, desde el punto de vista científico, es una falacia. El malestar psicológico, por sí mismo no tiene por que representar una patología. El malestar, como bien saben los propios clínicos, puede ser el resultante de una función adaptativa (y no solo desadaptativa), que en muchos casos no requiere de una especial intervención, y mucho menos de una etiquetación patológica. El estrés bien gestionado, el duelo que sigue un curso estable, los conflictos de pareja, el desarrollo adolescente, la distimia geriátrica, los problemas escolares…hay infinidad de situaciones que no deberían considerarse clínicas, y mucho menos precisar de una etiquetación patológica, sino parte de un proceso vital, que dentro de un contexto determinado puede o no requerir de ayuda. La visión más ortodoxa de la psicología clínica y sanitaria pretende convertir en enfermedad la conducta que se desvíe de la norma, incluso en su grado mínimo. Y prueba de ello es la definición tautológica que se hace de la intervención sanitaria, donde se describe tal como aquella que realizan los sanitarios. Así, los problemas cotidianos pasan a ser trastornos mentales, o como poco un asunto de intervención sanitaria. Y eso suena a novela de Orson Well.
En este sentido, hay que apuntar que en el ejercicio clínico puede ser muy fácil hacer un diagnóstico erróneo, pero muy difícil revertir los daños que ello conlleva, tanto en lo social como por los efectos adversos que puede tener el tratamiento. Afortunadamente, está creciendo una corriente crítica hacia estas prácticas. Como dijo Allen Frances, que dirigió durante años el equipo que redactó el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM): El próximo paso debería ser concienciar a la gente de que “demasiada” medicina es mala para la salud. Este Doctor en Psiquiatría, en su libro ¿Somos todos enfermos mentales? (Ariel, 2014) hace autocrítica y cuestiona que el considerado como principal referente académico de la psiquiatría colabore en la creciente medicalización de la vida. Igualmente lamentable es que los psicólogos PIR estén haciendo de muleta a esta perversa forma de entender la conducta, máxime cuando las consecuencias derivan en un ataque frontal al resto de compañeros de profesión que han optado por formas alternativas, pero igualmente científicas, de afrontar los problemas psíquicos que generan malestar en el individuo.
Cualquier graduado en psicología ha adquirido suficientes conocimientos para entender la gran mayoría de los procesos básicos que controlan la conducta humana. Evidentemente es preciso seguir estudiando, especializarse y mejorar como científicos. Por no hablar de la práctica; excusa utilizada para convertir el carísimo master MPGS o la formación PIR en los garantes de un buen trato al paciente o cliente. Lo que no os cuentan son las carencias de este servicio de “salud”, con listas de espera interminables, consultas de 15 minutos cada tres meses y personas totalmente desamparadas por la falta de recursos humanos y que se eterniza bajo la mirada impávida e insultantemente arrogante de algunos psicólogos clínicos, demasiado acomodados como para bajar a la tierra.
La solución más eficaz que han encontrado estos reducidos grupos de presión es excluir del ejercicio de la psicología, de reducir los ámbitos de trabajo hasta niveles ridículos, a todo aquel que no haya podido acceder a sus elitistas departamentos, ya sean de naturaleza pública o privada (y digo elitistas porque sin la fortuna de alguien que pueda mantenerte mientras estudias 10 horas al día es prácticamente imposible lograrlo. Hay tan pocas plazas que la nota de corte para entrar se aproxima al 9) y todo ello valiéndose de modificaciones conceptuales sobre lo que debe ser considerado patológico y lo que no, sobre lo que debe ser un ejercicio sanitario y lo que no, sobre lo que es la psicología y lo que no.
Pero para ilustrar mi argumento vayamos a ejemplos no tan lejanos de lo que en su momento llegó a ser considerada una condición patológica y que hoy, una vez se ha modificado el contexto social, produce cierto rubor.
1.-Hablemos de la homosexualidad: Hasta los años 70 estuvo incluida en los manuales de psiquiatría como un trastorno mental. Hoy en día siguen existiendo individuos, como el psicoterapeuta Aquilino Polaino, que en el Senado se atrevió a calificar la homosexualidad de «patología». La reminiscencia de esta soberana barbarie clínica ha generado tal dolor en la sociedad que, como en líneas anteriores mencionaba, para muchos va a resultar difícil revertir los daños que ello conllevó, tanto en lo social como por los efectos adversos del tratamiento.
Es importante ubicarnos en el siglo XIX, donde el alemán Richard Von Krafft Ebing, en 1886, en su libro “Psicopatología Sexual”, expone una serie de categorías y clasificaciones de las conductas inadecuadas de los hombres, puntualmente en lo sexual. Una de ellas es la homosexualidad, a la que le da una connotación de “perversión sexual”, considerándola como una enfermedad degenerativa.
2.-La Histeria, desde el momento de su nacimiento como patología, se considera una enfermedad claramente femenina. Las mujeres ven cómo su Útero se considera estigma de su imperfección y, por ende, factor de riesgo altamente predisponente para el padecimiento de este mal. Para diagnosticar la histeria jamás hubo consenso, llegándose a admitir como criterio diagnóstico cualquier comportamiento extraño que esta pudiera tener.
Hasta el siglo XIX la medicina no empezó a reconocer que la mujer tenía instintos sexuales, y que para mantenerse sana necesitaba mantener relaciones sexuales satisfactorias. Mientras tanto, se considera que el origen de la Histeria era la frustración sexual femenina pero no se hacía nada para promover una sexualidad más gratificante y plena. Como consecuencia, el número de mujeres histéricas aumenta alarmantemente y con éstas, el número de tratamientos que intentan sanarlas.
La historia está llena de ejemplos vergonzantes, y en ocasiones no se alejan tanto como quisiéramos de nuestro momento actual de desarrollo.
Para concluir:
Debe quedar meridianamente claro que los diagnósticos, incluso a día de hoy, no llegan a predecir la efectividad de un tratamiento en concreto y no toman en cuenta de forma adecuada los procesos biológicos. Ningún psicólogo clínico, por muy especialista que sea, ha adquirido la formación suficiente como para poder aislar las variables biológicas de los trastornos mentales con ni tan siquiera una precisión aceptable. Existen teorías y pruebas vivas sobre neuroreceptores y hormonas, asunto que trasciende con mucho a las habilitaciones del psicólogo clínico. Este entorno de prueba ha cosechado éxitos, pero también está cuajado de fracasos y efectos secundarios desastrosos. NO quisiera entrar en detalles.
En el actual sistema de salud metal, el diagnóstico se considera necesario para acceder a un servicio. Pero también facilita el mal uso y el uso excesivo de las intervenciones médicas, como la prescripción de medicamentos antipsicóticos o antidepresivos, acompañados de los ya mencionados preocupantes efectos a largo plazo.
La evidencia científica sugiere que en la inmensa mayoría de los casos, las experiencias angustiantes no provienen de cerebros “estropeados”, sino de las interacciones complejas entre factores psicológicos, biológicos y sociales. Por lo tanto, como psicólogos, independientemente del área de especialización y la escuela, tenemos un compromiso social, que es construir espacios de problematización frente a la patologización de la conducta.
No deben olvidar los psicólogos clínicos que se sientan ofendidos ante estas palabras, que el servicio al que pertenecen fue, en primera instancia, creado bajo la supervisión de departamentos de psiquiatría. A partir de ahí, los paradigmas de trabajo fueron emulados _sino al completo, en parte_ promoción tras promoción. A día de hoy, la patologización ha mostrado una cara amarga, una falta de evidencia y factores contraproducentes en el tratamiento de determinadas condiciones de alteración conductual o sufrimiento emocional. Son ya muchos los estudios que señalan habilidades terapéuticas que trascienden no solo a los conocimientos de los manuales diagnósticos y a su manejo, sino incluso a la formación y a la experiencia. Pero claro, hay que seguir con la función. La clínica psicológica, en mi opinión, es el gran problema de la psicología en España. Su planteamiento como especialidad deja mucho que desear, máxime cuando se acepta pertenecer a un servicio saturado, con una atención deficitaria en función de las necesidades reales de la sociedad, y con la pretensión inherente de exclusión de la práctica del ejercicio de la psicología al resto de profesionales. Aquí puede ser necesario recordar que la psicología, en su concepción básica, es la ciencia que estudia los procesos mentales, las sensaciones, las percepciones y el comportamiento del ser humano, en relación con el medio ambiente físico y social que lo rodea. Cuando un estudiante se gradúa, es psicólogo. No es medio psicólogo o cuarto de psicólogo. Lo es bajo la definición que de ello se deriva. El post grado, como medida neoliberal de diferenciación entre ricos y pobres, entre familias afortunadas y menos afortunadas, está muy bien. Pero no pasa de eso, de un mecanismo de selección artificial de capacidades.
Que un psicólogo se quiera formar en el servicio público de salud no lo convierte automáticamente en mejor ni en peor psicólogo que alguien que decida no hacerlo (o que le haya sido imposible acceder). Los clientes y los pacientes lo saben. Y muchos dan fé de ello. Pero ya saben lo que tiran las etiquetas. La formación pública tienen sus vicios, sus carencias y sus deficiencias, al igual que otras formaciones. La experiencia que la acompaña no es mejor ni peor que otras experiencias fuera del sector público. Lo que sí ha marcado la diferencia es la presión política desde el sector, traducida en una legislación referente a la práctica de la psicología sanitaria y clínica marcada por una profunda ambigüedad en lo referente a su definición. Y es que corren el riesgo de pasarse de frenada y acabar por obligar a hacer un master sanitario habilitante hasta al cura del pueblo, no vaya a ser que dentro del confesionario se practique la intervención conductual sobre un trastorno emocional.
La psicología utiliza la palabra como herramienta de intervención. Esa condición la convierte en un ejercicio eminentemente educativo y social. Que nos basemos en la evidencia científica para plantear nuestras hipótesis y que podamos hacer mucho para aliviar el sufrimiento humano no nos convierte en sanitarios. Otra cosa es que podamos trabajar de manera paralela, al igual que lo hace un músico o un entrenador deportivo. Esa categorización ha planteado divisiones más dañinas que beneficiosas, no solo para la profesión, sino también para los receptores del servicio. No existe estudio alguno en España que certifique una mayor efectividad sobre el sufrimiento humano por parte de especialistas en psicología sanitaria o clínica. La evidencia apunta a otros factores en la efectividad terapéutica. Y es que la relación que se establece entre psicólogo y paciente o cliente tiene mucho que decir todavía.
Seguiremos con el debate.
En Don Benito a 11 de Diciembre de 2018
Mario López Sánchez
Psicólogo
Interesante reflexión Mario, aunque se construye sobre una premisa falsa: que la psicología clínica patologiza problemas de vida cotidiana. Te explico por qué:
– El psicólogo clínico no tiene por qué poner un diagnóstico para intervenir sobre un paciente; ni en el contexto privado en el público. En mi experiencia como PIR, en un año de práctica en un CSM y unas 70 personas tratadas he puesto 3 diagnósticos y solo porque pidieron un informe clínico en el que tenía que venir un juicio clínico. Al igual que yo, muchos compañeros trabajamos con los problemas que nos traen a consulta sin etiquetas diagnosticas de por medio. Así pues, es falaz que “el clínico coge su DSM, patologiza la situación y categoriza al individuo como una persona con la conducta alterada, ya sea con un trastorno de ansiedad o con una depresión exógena (según quepa)”.
– Por lo tanto, también es falso que “el diagnóstico se considera necesario para acceder a un servicio” en la sanidad pública. En muchos casos los pacientes llegan de atención primara SIN diagnóstico para ser valorados por el especialista (si trae, prevalece el criterio de este último) y una vez llegan al servicio de salud mental el psicólogo clínico NO tiene por qué emitir un diagnóstico para realizar un tratamiento (como ya he dicho, muchos no lo hacemos). Si el paciente pide un informe clínico se puede poner un diagnostico si se considera que cumple criterios.
– En el contexto público, un número considerable de personas que llegan a Salud Mental (SM) son dadas de alta en la(s) primera(s) consulta(s) porque no se detecta psicopatología o problema alguno que requiera de intervención (son malas derivaciones por parte de los médicos de atención primaria, por lo general por “problemas de la vida cotidiana”). Hay estudios que calculan que hasta un 30% de las personas derivadas a SM en España no cumplen criterios de diagnóstico (https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0212656706705789). Una forma de solventar esto es introduciendo la figura del psicólogo clínico en Atención Primaria, realizando ahí labores de cribado (para enviar a atención especializada solo los casos que lo precisen) y de prevención primaria.
Además, la gran mayoría (por no decir todos) de los psicólogos clínicos -e internos residentes- trabajamos desde un modelo puramente psicosocial, es decir, intervenimos sobre las variables psicológicas y sociales implicadas en los problemas que nos traen a consulta. No emulamos los paradigmas de trabajo de la psiquiatría, como señalas, primero porque no es posible (los psiquiatras en su gran mayoría utilizan un paradigma biomédico-farmacológico que no es nuestra competencia), y segundo porque hacemos lo que se nos da realmente bien como psicólogos (y no tan bien a los psiquiatras): intervenir con herramientas psicoterapéuticas. Tenemos autonomía como facultativos especialistas y la ejercemos como creemos conveniente. El siguiente paso es tener servicios propios de Psicología Clínica para tener representación en los órganos de gestión sanitaria; en ello estamos luchando.
Por último, estoy contigo en que hay “…carencias de este servicio de ‘salud’, con listas de espera interminables, consultas de 15 minutos cada tres meses y personas totalmente desamparadas por la falta de recursos humanos…”. Precisamente por eso se necesitan más psicólogos clínicos en la sanidad Española, para ofrecer así un servicio PÚBLICO y de CALIDAD. No nos cansamos de pedir más plazas. Eso de que algunos psicólogos clínicos observan la situación de la salud mental en España con “mirada impávida e insultantemente arrogante […] demasiado acomodados como para bajar a la tierra” es un argumento emocional, en mi experiencia totalmente fuera de la realidad, además de irrespetuoso e impropio de un compañero de profesión.
Un saludo.
Ricardo Hodann (Psicólogo General Sanitario y Psicólogo Interno Residente)
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Recuerdo como uno de sus compañeros, alterado enormemente tras una discusión que mantuvimos a este mismo respecto, se jactaba de que solo ellos podían llamar a las personas que recurrían al servicio de psicología como “pacientes”. Y oye, que no es que me importe. De hecho creo que debe ser así. Pero reconocerá usted que el término en sí mismo ya es patologizador. Paciente, referido al ámbito de la salud, se refiere a persona que padece físicamente y que, por lo tanto, se encuentra bajo atención médica.
Los psícólogos clínicos empezáis a patologizar la conducta humana alterada con la mera existencia de la especialización. Mis premisas no están tan erradas como usted considera. Pero vayamos por partes: Asegura que, hasta el 30% de las personas que son derivadas a sus consultas no requieren del servicio. Entonces ¿qué servicio requieren? Me encantaría que usted me contaste a esa sencilla cuestión, sobre todo porque es muy común que los especialistas en clínica se sientan profundamente compungidos cuando los psicólogos que no trabajamos en el sistema público de salud o que no hemos accedido a la formación PIR intervenimos en la conducta alterada o los desajustes emocionales desde otras perspectivas, como por ejemplo_ oh sorpresa_ la psicosocial. También es importante saber si muchas de esas personas que son erróneamente derivadas al servicio de psicología clínica, pues no están aquejadas de un problema mental potencialmente calificado como clínico o sanitario, pudieran ser atendidas por profesionales generalistas de la psicología. Y una última cuestión al respecto. ¿Estas personas sin patología clínica definida refieren sufrimiento? Si su respuesta es sí, es obvio que tendríamos que volver a poner sobre la mesa la discusión al respecto de dónde reside la patología mental y dónde la normalidad, con una leve afectación por problemas cotidianos. Son muchos de sus compañeros los que me han contestado que los generalistas no podemos intervenir en nadie que refiera sufrimiento, así, sin más, haciendo mención a todo el espectro de lo que se define como sufrimiento. Perdone que le diga, pero ¡Uhau! Entiendo que un trastorno mental complejo, con una probable etiología biológica, supere nuestras competencias. Pero las de ustedes también. Como bien asegura, son los psiquiatras a los que se les da bien intervenir en la biología, y no a los psicólogos. Si no hay etiología biológica, si la biología pasa a ser un efecto secundario de la alteración conductual y/o emocional, ¿dónde establecemos la separación entre la clínica psicológica y la no clínica? Pues en parte con el uso habitual de eso que usted dice que no usan tanto.
Así pues, atendiendo ya a la supuesta falsedad de mis premisas; la línea que separa lo patológico de lo no patológico está diferenciada por los manuales diagnósticos, como el DSM o el CIE. Y eso empieza a ser peligroso, porque pronto va a ser patológico hasta llorar con las fotos del abuelo.
Según el modelo clínico no es posible saber de qué lado del espectro cae el individuo examinado sin aplicarle los criterios que aparecen en dichos manuales. ¿Me equivoco? Por lo tanto, en el momento que usted acepta un paciente, ya está reconociendo una patologización de su conducta, lo que conlleva el uso, ya sea exhaustiva o superficial, del DSM o CIE. Es indiferente que decida imprimir esa etiqueta sobre un papel solo en caso de que sea requerida, como me ha señalado. Aquí no hablamos de eso, sino del modelo en sí mismo. Bajo mi opinión, la psicología ni tan siquiera es una profesión de índole sanitario, sino educativo y social. Otra cosa es que se quiera introducir la misma y sus metodologías de trabajo en el sistema público de salud, que me parece bien, como se están introduciendo otras disciplinas, como la música o incluso el arte. Pero de ahí a machacar laboralmente, a restringir los círculos de trabajo e intervención a los que no acceden a la formación PIR o no pueden pagarse un master de 10.000€, y de dudosa utilidad, va un trecho enorme. Los graduados en psicología somos psicólogos, al igual que ustedes. La excelencia en el trabajo no solo se consigue a través de la formación en un hospital público. Y usted lo sabe. Por lo que dejen de considerarnos una amenaza, cuando es evidente la psicología está siendo ninguneada desde otros círculos académicos y políticos.
El hecho de reconocer un alejamiento del modelo biomédico y un uso habitual de metodologías psicosociales, sin recurrir a etiquetas diagnósticas, no amortigua el daño brutal que los responsables de la creación de la especialización clínica y de su estructuración ha propiciado a la hermosa disciplina de la psicología. Por un lado centran la formación de su especialización en la patologización. Por el otro me dicen que la etiquetación del individuo no les interesa, y que mejor usar los modelos contextuales que despatologizan la conducta alterada. Muy bien, Eso viene a llamarse la clínica de Schrödinger, que lo es y no lo es al mismo tiempo. Lo cierto es que no hay paciente sin patología, sino cliente.
También es cierto que el servicio representa un fracaso cuasi total en la atención al usuario. No hay equipo suficiente, ni departamento propio, ni futuro halagüeño a corto plazo. La gente sale rebotada. Se cansan de esperar, sufren las consecuencias de la indefensión y el abandono, mientras que desde la sanidad pública se defiende una deontología que se aleja mucho de lo que se ofrece. Y no es que lo diga yo, es que lo dicen ellos, sus pacientes… Pero ustedes, en vez de centrar el foco en los médicos de cabecera que sobremedican, o en los psiquiatras que utilizan frases como “ansiedad dormida ansiedad vencida”, con los peligros añadidos que conlleva, prefieren atacar a los psicólogos que se dedican a tratar las alteraciones emocional y conductuales de una manera despatologizadora.
Para terminar, le agradezco profundamente que me haya llamado compañero de profesión, porque hasta ahora y al no haber accedido a la formación que ofrece el ministerio de salud pública a través del PIR, para muchos de sus colegas apenas era un triste graduado sin habilitación sanitaria que solo debería trabajar en los departamentos de recursos humanos, siendo generoso, o vendiendo pipas si me porto mal y digo lo que pienso… En fin, hay mucho que hablar. Pero es realmente lamentable los navajazos que se están repartiendo entre lo que usted bien define como compañeros. Y es que algunos tenemos que defendernos con lo poquito que nos queda.
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