No son pocos los padres que se sienten angustiados por lo que se ha venido a llamar el efecto Fortnite. Es como si el videojuego estuviera envuelto en una especie de aura mágica, en un diseño confabulatorio, con unas características tan especiales capaces de hacer adicto a cualquier niño. Pero eso no es más que el reduccionismo típico que un profano en la materia suele usar cuando quiere encontrar una explicación sencilla a un problema que no acaba de entender.
Fortnite es solo un juego más de los muchos que ha generado la supermillonaria industria del entretenimiento y de los muchos que seguirán apareciendo en el mercado. La única diferenciación especial con el resto, es que este está de rabiosa actualidad; es la moda. Pero su capacidad de adicción no supera a la de otros videojuegos.
Fortnite gusta a los niños por que consigue aunar los juegos de construcción, aventuras, acción y humor en un solo paquete. Además es gratuito y multijugador. Ni es el primero ni será el último de los fenómenos mediáticos de los que se habló y se hablará. En 1992, el exitoso videojuego Mortal Kombat espantó a los medios con esos golpes capaces de arrancar cabezas o de destripar al contrincante. En 1997 apareció Grand Theft Auto, que permitía a los jugadores hacer cualquier cosa mientras representaban a criminales. En 1999 Silent Hill un escalofriante shooter de supervivencia estilo filme de terror con escenas de corte que incluían cuerpos destripados y crucificados, fue calificado como un inductor al asesinato. En 2003 aparece Postal, donde el jugador enloquece e interpreta a The Postal Dude (El cartero), fue citado por los abogados de California como ejemplo de por qué se necesitaba una ley que prohibiera este tipo de contenidos. Afortunadamente la corte suprema falló en contra, y la censura no pudo meter su zarpa en la creación artística de los diseñadores… Puedo poner otros muchos ejemplos ilustrativos, que seguro son innecesarios.
Con el tiempo, los videojuegos avanzarán en su diseño, en la gráfica, movilidad, guión, e interacción. Y no por eso aumentará su capacidad adictiva ni convertirán a sus hijos en criminales. Son otras las cuestiones que debemos cuidar para proteger a los menores del efecto pernicioso de un uso compulsivo de este o de otros utensilios de entretenimiento.
Empecemos por definir que es una adicción o conducta adictiva.
Gossop y Grant (1990) han definido a la adicción a partir de los siguientes elementos:
- Un sentimiento de compulsión para realizar una determinada conducta.
- La capacidad deteriorada para controlar la conducta (tanto en su origen, sostenimiento como en su desarrollo).
- Fuerte malestar y alteración emocional cuando la conducta es impedida o se la abandona.
- La persistencia en la conducta a pesar de la evidencia de su nocividad para el sujeto.
El rasgo principal de la conducta adictiva es su capacidad para generar en la persona adicta la sensación de bienestar y gratificación inmediata.
Así pues, la capacidad adictiva del Fortnite está relacionada no solo con las características concretas del juego, sino con el resto de variables de personalidad y sobre todo ambientales, que envuelven al individuo.
Adicciones hay muchas: a las tragaperras (no pueden ser más simples), a la cocaína, al esmalte de uñas, a los refrescos azucarados, al tabaco, a esnifar pegamento o a las pipas con chocolate (y no bromeo). Cada componente, cada elemento, tiene unas capacidades innatas para generar bienestar, unos de manera más rápida y otros de manera más lenta. Pero al final todo se traduce en una corriente química dopaminérgica que inunda nuestro cerebro, generando una sensación subjetiva de puro placer que queremos repetir una y otra vez. Acaso algún fumador se sintió bien con los 3 primeros cigarrillos que se fumó. Seguro que no. La cuestión es que una suerte de acontecimientos relacionados con la interacción de las variables del objeto, del individuo y del ambiente dan lugar a lo que conocemos por conducta adictiva, que básicamente se resume en:
Cualquier actividad, sustancia, objeto o comportamiento que se haya convertido en el foco principal de la vida de una persona excluyendo otras actividades, o que ha comenzado a dañar al propio individuo y a otros física, mental o socialmente.
Llegados a este punto, creo que ha quedado claro que no podemos culpar a un juego, en este caso al Fortnite, de traer las siete plagas bíblicas sobre el planeta, ni de convertir a nuestros hijos en pequeños monstruos enganchados a sus delirantes gráficos y lucecitas. Hay muchos que juegan de manera responsable y no se han visto atrapados por las garras del maligno. Piensen un poco. Detrás de una conducta adictiva hay mucho más, siendo preciso revisar no solo las costumbres y hábitos del niño, sino también las de toda la familia, así como las características de su entorno social y escolar. Un niño adicto al Fortnite podría serlo a cualquier otra cosa. Lo que tenemos es una infancia vulnerable hacia ciertas patologías, que están detonadas por el modo de vida.
Ahora revisemos la sintomatología de la adicción, esa que puede ponernos sobre alerta de que algo está pasando. E insisto; no se trata solo de la adicción al Fortnite, sino a cualquier otro objeto o sustancia:
- Cambio de comportamiento: Inquietud, impaciencia e irritabilidad, especialmente cuando no se puede tener acceso al medio adictivo.
- Aislamiento y confinación. Merma importante en la comunicación.
- Deterioro de las relaciones más cercanas.
- Alteración del curso normal de la vida causado por el uso abusivo de internet y pantallas (no ir al colegio, al trabajo, descuido de obligaciones cotidianas…)
- Justificación del tiempo utilizado al respecto.
- Abandono de otras actividades, especialmente si antes eran especialmente gratificantes.
- Incapacidad de controlar voluntariamente el uso.
- Mentiras-engaños para llevar a cabo a escondidas las actividades adictivas.
- Cambio de hábitos de sueño o alimentarios.
Vamos a finalizar con el punto más importante, el que nos instruye sobre la prevención. ¿Cómo podemos evitar que nuestro hijo se convierta en un adicto al Fortnite o a cualquier otra cosa?
Aunque pueda parecer una obviedad, los expertos coincidimos en que los padres son los únicos responsables de que un niño se convierta en adicto a un videojuego, desmontando así la excusa de muchos progenitores que alegan que no entienden bien lo que está haciendo el niño. Señores y señoras, asuman sus responsabilidades como cuidadores y educadores. Solo así podemos empezar a hablar de soluciones.
La falta de normas claras puede desembocar en un niño o adolescente enganchado al Fortnite (o al juego de turno).
Dedícale tiempo a tu hijo. (Esto es tan básico que no sé ni como lo menciono). ¿No creéis que los niños pasan demasiado tiempo solos? Está bien que vivimos tiempos de estrés, de enormes cargas laborales y bla, bla, bla… Pero oigan, los niños vienen a este mundo para estar atendidos por adultos, al menos hasta que hayan adquirido las herramientas necesarias para valerse por sí mismos. Y pensar en alternativas que sustituyan la presencia de los progenitores o tutores no suele ser una buena opción.
Da ejemplo: Tu conducta y la forma en la que resuelves los problemas del día a día determinarán el esquema emocional y comportamental que tu hijo va a construir para enfrentarse a su propio mundo. Ni es recomendable una educación excesivamente restrictiva ni excesivamente tolerante. La educación democrática, donde el menor crece bajo el establecimiento de ciertas normas, que pueden ser discutidas y analizadas de manera civilizada, genera los mejores resultados en el desarrollo del individuo. (Para saber más sobre este tema ponte en contacto con un profesional).
Establece hábitos de ocio saludable: Hay que aprender a motivarlos con otros hobbies y pasatiempos, darles opciones, crear a su alrededor un mundo más amplio, menos restringido, con un abanico extenso de actividades (deporte, lectura, salidas a la naturaleza…). Cuantas más cosas existan en su repertorio conductual más difícil será que acabe cayendo en una adicción. «El auge exponencial del consumo de juegos ‘on line’ radica en que cada vez ofrecen experiencias más potentes y satisfactorias, con mayor sensación de inmersión, que refuerzan la repetición». Si a uno no le gusta su vida, se busca otra mejor”.
Según diversos estudios, una elevada inteligencia emocional se relaciona con mejores niveles de ajuste psicológico; menor propensión a la impulsividad, sentimientos de ansiedad, afecto depresivo y tendencia suicida; mayor cantidad y calidad de relaciones interpersonales y de apoyo social; un mayor rendimiento académico al afrontar con mayor facilidad las situaciones de estrés; con una menor probabilidad a manifestar comportamientos disruptivos, agresivos, violentos o delictivos; y un menor consumo de sustancias adictivas. Por lo tanto es hora de trabajar este tipo de inteligencia y restarle algo de importancia a la puramente memorística o académica. Recalco; restarle algo de importancia, que no es lo mismo que dejarla de lado.
La educación en inteligencia emocional puede alimentarse con tareas que comprenden determinados ejercicios:
Enseñar al hijo a reconocer emociones y saber nombrarlas, tanto las propias como las ajenas.
Ayuda al niño a desarrollar la empatía. Se pueden utilizar cuentos, experiencias propias, el juego simbólico.
No existen sentimientos “buenos” o “malos”, lo importante es qué se hace con ellos y si se es capaz de regularlos y gestionarlos.
Para que los niños se sientan seguros hay que marcar límites claros. Los niños que viven sin normas acaban teniendo más problemas de regulación emocional.
No hay que “sobreprotegerles, los niños deben ir aprendiendo a tolerar la frustración”. En cierto modo, la frustración les ayuda a crecer, a generar alternativas y encontrar soluciones a problemas complejos.
Potencia su autoestima. Las regañinas que atentan contra su persona, a modo de insultos fáciles no favorecen a nadie, y mucho menos al menor. Hay que dedicarles tiempo.
En definitiva, es posible que la vida occidental en algunos de nuestros países esté reñida con la crianza. Y ahí es donde debemos ponernos serios. ¿De verdad queremos este futuro para nuestros hijos? Cada uno de nosotros debe replantearse su escala de valores y sus prioridades, máxime cuando tiene menores a cargo. Quizá así los adultos aprendamos a marcar ciertos límites en el comportamiento, esta vez no de los niños, sino de los otros adultos que nos gobiernan y legislan para exigirles un mundo compatible con la vida en familia.
En nosotros está la decisión.
No responsabilicéis a los niños de lo que es un problema de adultos.
Mario López Sánchez
Psicólogo
En Don Benito, a 18 de Diciembre de 2018