Terapia Subversiva: Una forma distinta de observar los problemas psicológicos.

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Intervención Subversiva como método psicoterapéutico; una mecánica despatologizante que refuerza el uso de la filosofía.

Mario López Sánchez

Psicólogo Psicoterapeuta

Don Benito (Badajoz)

Experto Internacional en Trastornos afectivos; depresión y ansiedad.


OBJETIVOS

El presente trabajo plantea como hipótesis la inclusión de una psicología subversiva (contra-sistema) como fórmula que mejore la eficacia de los actuales tratamientos en casos específicos de depresión y ansiedad, que presentan una muy alta tasa de recaída a 4 años, siendo excepcional la recuperación total.

METODOLOGÍA

Se lleva a cabo una revisión histórica para conocer las bases teóricas de la actual mecánica de la intervención cognitivo-conductual.

Mediante esta revisión se pretende poner en evidencia la juventud de nuestra ciencia y como las influencias culturales han tenido más peso en el desarrollo de los modelos psicoterapéuticos que el mero conocimiento científico.

PALABRAS CLAVE

Depresión, ansiedad, sistema, subversión, conducta normativa, filosofía, terapia cognitivo-conductual.

Resumen

La filosofía clásica puede apuntarse como el germen de la psicología moderna. El estudio de la conducta, sus alteraciones y aquellas cuestiones que generan malestar emocional significativo son cuestiones planteadas desde perspectivas amplias y con una historia milenaria. Hoy, la psicología ha conseguido implementar el método científico al arduo trabajo del estudio de la conducta. En el camino, la explicación patológica de las desviaciones conductuales y cognitivas con respecto a la norma ha irrumpido con fuerza, imponiéndose como paradigma central de intervención y generando modelos de actuación que cargan sobre el individuo el mayor peso de la responsabilidad a la hora de explicar su propio sufrimiento psicológico. Así, la pérdida del espíritu divergente y subversivo que caracterizó gran parte de la filosofía ha dado lugar a modelos diagnósticos que pretenden forzar la adaptación del sujeto al entorno como fórmula magistral, un acoplamiento que ajusta la conducta y las cogniciones a lo esperado por el sistema imperante. Sin embargo, existe una cifra nada desdeñable de sujetos resistentes a cualquier tratamiento de esta naturaleza, que persisten en su sintomatología distímica, depresiva y/o ansiosa (80% de los trastornos mentales). Se hace necesario cuestionarnos el modelo psicopatológico, que aún no ha logrado explicar la enorme comorbilidad en su árbol taxonómico, restando validez a la etiquetación de muchos de los pacientes. De esta forma, una psicología subversiva se muestra como hipótesis de trabajo, con el objetivo de profundizar en las razones de la cronificación de la depresión y la ansiedad más allá de los 4 años tras el tratamiento cognitivo-conductual.

Introducción

Para establecer el origen y desarrollo de la psicología, el estudiante debe remontarse a la filosofía clásica, en tanto en cuanto la conducta humana y todas las preguntas circunscritas a ella fueron tratadas desde esta perspectiva. Datar el nacimiento de la filosofía es más difícil que hacerlo con lo que a día de hoy se conoce por psicología básica. De hecho, la influencia de la filosofía sobre la conducta y el pensamiento humano pueden retrotraerse, como mínimo, a unos 2.500 años (atendiendo tan sólo a documentación escrita que ha podido ser recuperada). Con respecto a la influencia de la psicología en el establecimiento de una comprensión amplia de la conducta humana, la aportación, en términos comparativos, podría considerarse ínfima. En el breve tiempo transcurrido desde los primeros trabajos en el siglo XIX de personalidades como Emil Kraepelin, Wilhelm Wundt, Ivan Pavlov o Sigmund Freud, se ha logrado implementar el método científico a lo que, hasta el momento, había sido un trabajo de mera especulación y estudios de caso. Pero este hecho, bajo ningún modo, resta importancia a las aportaciones filosóficas de la amplia historia de la humanidad. Sin la existencia de una disciplina como la filosofía, la psicología sería otra, o quizá no sería. Sin los planteamientos iniciales de los grandes pensadores de la humanidad, la psicología resultante sería una ciencia irreconocible con respecto a su naturaleza actual (Esteban, 2016).

Platón y Aristóteles, como otros filósofos griegos, afrontaron algunas de las cuestiones básicas de la psicología que aún hoy son objeto de estudio: ¿Nacen las personas con ciertas aptitudes y habilidades, y con una determinada personalidad, o se forman como consecuencia de la experiencia? ¿Cómo llega el individuo a conocer el mundo que le rodea? ¿Ciertos pensamientos son innatos o son todos adquiridos?

Así pues, la respuesta a la pregunta ¿por qué nos comportamos como nos comportamos?, no puede circunscribirse a la historia reciente de nuestra especie. Los griegos ya sentaron las bases de corrientes filosóficas que hoy se conocen como Racionalismo o Empirismo, que sirvieron para empezar a dar respuestas argumentadas a esta trascendental cuestión (Braun, 2005).

Encontrar la mejor versión de tí mismo, o lo que se conoce como el fenómeno moderno del Coaching, no es más que la adaptación actual de la filosofía milenaria de Séneca. La diferenciación de la mente y el cuerpo, que hoy se establece como métodos de tratamientos psicoterapéuticos de ascendencia psicoanalítica, son el resultado de las reflexiones de Descartes sobre el dualismo cartesiano. Jean-Paul Sartre nos regaló las bases del existencialismo y el Humanismo, corrientes con un índice de eficacia psicoterapeutica sorprendente que basan su formulación en la despatologización de la conducta no normativa. Ortega y Gasset, con su enfatización de la visión individual como parte indisoluble de la verdad, aseguraba que la verdad absoluta es la suma de todas las perspectivas individuales acerca de ella, dando lugar al Perspectivismo. ¿Y qué dice el Perspectivismo con alusión a la práctica de la psicología terapéutica actual? Los psicólogos no deben imponer su punto de vista al de sus pacientes o clientes. Si así lo hicieran, estarían realizando una mala praxis, ya que su cometido es poner a disposición del usuario/cliente/paciente las herramientas necesarias para evocar cambios. Huelga decir que la práctica clínica está inundada de la imposición de determinadas ideas preconcebidas sobre la conducta no normativa en forma de taxonomía diagnóstica.

Sócrates no puede pasarse por alto sin desdibujar la naturaleza de la psicología. Para los psicólogos, llevar a cabo un buen “diálogo socrático” es determinante para el devenir de la intervención, se trate de la casuística que se trate. El diálogo socrático consiste en hacer que el alumno (psicoeducación) descubra las verdades por sí mismo, mediante preguntas que inciten a la reflexión crítica y faciliten la consecución de sus propias conclusiones (Londoño Arredondo et al., 2015). La psicología terapéutica carecería de sentido sin la aplicación de este método, pues se correría un alto riesgo de impedir un crecimiento intelectual adecuado y generando una sensación de dependencia hacia el terapeuta. A este principio se le conoce como “mayéutica”, que trata de convertir al cliente o paciente en el mejor analista de su propia conducta.

Acercarse a la concepción actual de la psicología pasa por el conocimiento de los preceptos de Immanuel Kant (filósofo y profesor en la Universidad de Königsberg, Alemania). Sostuvo que existe un conocimiento a priori sobre la realidad de las cosas y luego nuestra mente añade su propio orden a las sensaciones (conocimiento a posteriori), no tenemos una mente pasiva. Dijo, además, que debe establecerse una distinción entre un fenómeno y un nóumeno. El primero se refiere a una idea o percepción, es la manera en que las cosas se nos aparecen en la mente. El nóumeno, por el contrario, se refiere a la «cosa-en-sí», la existencia efectiva de un objeto. Esta diferenciación nos sugiere que nunca podemos conocer la realidad directamente, que somos prisioneros de nuestros órganos sensoriales y de las percepciones de nuestra mente. A los discípulos de Kant se les llegó a denominar como psicólogos de conciencia.

El filósofo escocés William Hamilton (1788-1856), aseguró que la psicología debe investigar los fenómenos de la conciencia por la observación externa y la estadística. Se inicia el camino de la psicología científica.  Johan Herbert (1776-1841), otro discípulo de Kant y sustituto en su cátedra de Königsberg (Alemania) hace una importante aportación contradiciendo a Hamilton. Herbert postula que “lo que tenemos en la conciencia varía continuamente”. No podemos retener ni un pensamiento, ni un estado de ánimo, no hay nada que permanezca. Todo lo que hay en la conciencia fluye en el tiempo, no en el espacio, y no podemos hacer ciencia de algo que varía constantemente, que no tiene estabilidad.

La creación de la psicofísica en el siglo XIX intenta buscar una relación entre nuestras sensaciones y las magnitudes físicas. Se define como una mezcla entre la filosofía y la fisiología.

El fisiólogo J. Müller (1801-1858) escribe el libro “Tratado General de Fisiología”, considerado entonces como esencial entre los estudiantes de medicina, en el que dice que no hay más psicólogo que el fisiólogo. Según él, nuestras sensaciones vienen dadas por los sentidos y los nervios que trasmiten los estímulos captados por nuestro cuerpo. Ante estímulos iguales, las sensaciones son distintas porque los sentidos lo son. Müller, en el desarrollo de su teoría fisiológica, describió tres tipos de umbrales dentro de la captación de estímulos: el máximo o la magnitud del estímulo a partir de la cual no percibimos ningún cambio en la sensación por encima de determinados valores, el mínimo que es la magnitud mínima o cantidad de estímulo que necesitamos para captar una sensación y el diferencial, que es la cantidad que hay que añadir para que captemos un cambio en la sensación. No puede obviarse la importancia de las teorías de Müller, aunque desde la perspectiva psicológica pequen de un evidente reduccionismo. La variabilidad sensitiva está mediada por muchos más condicionantes que la mera anatomía de los órganos sensoriales. En la materialización fisiológica de las sensaciones influyen los sistemas educativos, la cultura y el propio contexto. El dolor, el placer… nada humano germina en el vacío, sino que requiere de una interpretación de carácter subjetivo.

Con John Stuar Mill (1862-1873) llega la Psicología Descriptiva. Desde el empirismo y el asociacionismo, Stuar asevera que en la mente se encuentra la experiencia formada por sentimientos y de ahí pasamos a las vivencias, a lo que experimentamos. En esta ocasión, el foco se centra en el plano subjetivo para describir la vivencia experiencial, incluido el plano sensorial.

Alexander Bain (1812-1903) escribió “Los sentidos y la Inteligencia” donde definió dos tipos de personas: Las emotivas (se rigen por las emociones y vibran ante cualquier cosa y frecuentemente no pueden controlar sus emociones) y las intelectuales (lo analizan y racionalizan todo, se autocontrolan y raramente permiten que sus emociones salgan a flote).

Como asociacionista define dos nuevas leyes de la asociación de ideas: la relatividad, donde nuestros estados mentales son relativos porque dependen en cada momento de la situación anterior y la difusión que va de lo orgánico a lo psíquico y viceversa (principios generales que pueden utilizarse para explicar la somatización fisiológica de estados mentales).

El médico alemán Herman Lotze (1812-1881) se convirtió en el primer docente en impartir clases de psicología clásica sobre percepción y atención. Lotze decía que el pensamiento lo abarca todo, construye las percepciones que le dan sentido. Lo que vemos con nuestros ojos, son datos inconexos que la mente utiliza para construir una historia, un relato que da sentido a la percepción. Lotze, por tanto, contradice a Müller, que había convertido la conducta y la percepción en el resultante de reglas matemáticas exactas.

Como una carambola léxica, la psicología sigue evolucionando pasado la primera mitad del siglo XIX en lo que se definió como Evolucionismo. Aparece el Funcionalismo, que define el comportamiento o conducta como adaptación al medio. la Psicología Comparada o Psicología Animal que dice que no hay grandes diferencias entre el comportamiento humano y el animal, y la Psicología Diferencial que incide nuevamente en la adaptación con principios tan baśicos como que cada persona se adapta de forma distinta, según sus características, ante la misma circunstancia. Hablamos por tanto del origen de la Psicología Contextualista.

Sin salir del siglo XIX emergió la orientación social de la psicología. La revolución industrial y las convulsiones sociales derivadas, obligó a construir nuevas valoraciones que definieran el por qué de la conducta y la resolución de la violación de la norma. Según el evolucionismo, la gente debe adaptarse, que sobrevivan solo los más fuertes. Pero esa forma reduccionista de observar la compleja sociedad humana obviaba como el contexto puede mal traer a individuos muy capacitados que se ven envueltos en ruinas sobrevenidas o que han nacido en ambientes muy adversos.  Hyppolite Taine (1818-1883) un filósofo francés, aportó la idea de que el ambiente tiene una enorme influencia sobre la personalidad. Para él la psicología debe dejar de estudiar los fenómenos como la voluntad o la memoria y centrarse en los hechos observables: el comportamiento. Se observa un nuevo viraje del concepto y las fórmulas de aplicación de la, aún por florecer, ciencia de la psicología.

Las figuras que abrieron paso a la psicología contemporánea vienen precedidas por Wilhem Wundt (1832-1920), con su primer laboratorio de psicología científica en la Universidad alemana de Leipzig. Wundt trabajó tanto desde la perspectiva fisiológica como filosófica. Para el profesor hay dos aspectos esenciales en el comportamiento: lo objetivo ( impulsos que generan nuestros receptores) y lo subjetivo (cómo captamos y que significado le damos a aquello que estamos percibiendo, y que ya puede estar filtrado por variables de tipo cultural, educacional, social…). Igualmente descubre las primeras localizaciones cerebrales, base somática de la conducta, de donde surge la idea de enfermedades mentales como enfermedades del cerebro, algo fisiológico.

Wilhem Dilthey (1833-1910), otra de las grandes figuras de su tiempo, quiso comprender el comportamiento desde los procesos motivacionales, los procesos cognitivos y los procesos de personalidad como unidad de todas nuestras sensaciones y fenómenos psíquicos, adentrándose así en estructuras plenamente subjetivas. La experimentación fisiológica no tiene cabida aquí.

William James (1842-1910) profesor de medicina, filosofía y psicología fue el fundador de la Psicología Funcional. Trató de profundizar en el estudio de la consciencia, pero obviamente se encontró con innumerables dificultades. Él mismo reconoció que es muy complicado llegar siquiera a definir lo que es la consciencia o ser consciente de algo. Y, si no se sabe acotar el objeto de estudio, es prácticamente imposible dirigir las investigaciones sobre este y hacer que lleguen a buen puerto. Es por eso que el primer gran reto de James fue explicar lo que es la consciencia en términos filosóficos para, después, poder poner a prueba sus mecanismos de funcionamiento y sus fundamentos comprobables. La cuestión es que llegados al punto de inflexión científica, el recurso de la filosofía se tornó indispensable. La intuición llevó a James a definir la consciencia como un flujo incesante de pensamientos, ideas e imágenes mentales. Así, puede inferirse la íntima conexión entre este abordaje de la psicología y los temas filosóficos, ya que la figura del río ya había sido utilizada muchos milenios antes por Heráclito, uno de los primeros grandes pensadores de Occidente. Por tanto, ¿puede definirse la mente humana, en todo su extensión, desde las limitaciones de la propia mente humana? Hasta ese momento los intentos habían sido incesantes desde perspectivas muy variadas. Pero el resultado seguía siendo el mismo; la enorme pared de la consciencia que nadie consigue escalar para mirar al otro lado.

La Psicología Contemporánea reivindica su papel experimental con el estudio del conjunto de las estructuras mentales. Hermam Ebbinghaus, bajo la rigidez del método científico, consigue establecer la línea base de la memoria. Alfred Binett se atreve con eso que entendemos por “inteligencia”, creando así el criterio estadístico de Cociente de Inteligencia.

La Reflexología Rusa se inclina por el monismo, con una perspectiva eminentemente fisiológica, sentenciando que solo existe una única realidad, la material. Figuras destacadas como Pavlov, Vladimir Bechterev o Ivan Sechenov fueron claves en la conformación de gran parte de los principios conductistas que actualmente otorgan tan buenos resultados en la intervención de infinidad de “desviaciones no normativas” del comportamiento.

Sin buscar el enfrentamiento, el Psicoanálisis cuestiona las aseveraciones tan taxativas de la Reflexología en relación al concepto de realidad. En este caso se puso el foco sobre la historia del individuo para así explicar la conducta presente. Sigmund  Freud, padre del psicoanálisis, consideró que los primeros conflictos del sujeto determinan el comportamiento posterior del adulto. Para Freud el psicoanálisis no constituye una búsqueda científica imparcial, sino que es un acto terapéutico cuyo objetivo es modificar el comportamiento. Posteriormente añadió que la elaboración y extensión de la teoría hace que el psicoanálisis sea, además de una técnica terapéutica y de una teoría auxiliar de la patología, una teoría del psiquismo humano. Así, la conducta queda determinada a través de representaciones mentales, distintas en cada sujeto. Las representaciones mentales forman parte de la imaginería, y no son visibles para los sentidos. Las representaciones mentales también permiten que las personas experimenten cosas justo delante de ellas, aunque siempre en función a cómo el cerebro interpreta el contenido representativo. No existiría una realidad objetiva, sino que toda nuestra experiencia, ya sea interna como externa, en la interrelación con el ambiente, estaría mediada por estas representaciones subjetivas. Las aportaciones del psicoanálisis giran nuevamente en favor de la filosofía clásica, con aseveraciones tales como que  “los actos del ser humano no encuentran su fundamento en la razón, sino en ese saber no sabido del inconsciente”. Figuras posteriores, como Anna Freud y Erick Erikson trataron de comprender la dinámica del desarrollo humano como una serie de acontecimientos predeterminados genéticamente, pero que requieren para su despliegue y madurez la exposición social del sujeto, de ahí el concepto epigenético de Erikson. El estudio psicohistórico de la persona se tornaría determinante para comprender la conducta actual en cualquiera de sus vertientes (Araico, 1992). Sin la exposición a un ambiente determinado, jamás podrían expresarse esos determinantes genéticos.

Carl Jung, otra de las grandes figuras del psicoanálisis, centralizó su obra en las respuestas conductuales mediadas a través de las imágenes psíquicas o los arquetipos. De hecho consideraba que estamos tan inmersos en la subjetividad de la experiencia que no podemos penetrar en la naturaleza de las cosas que nos son exteriores. “Todo lo que llegamos a conocer no está formado más que de materiales psíquicos”. No cabe más que apoyarse en la realidad del psiquismo para trabajar sobre el malestar del individuo. “Una verdadera curación no se puede, pues, esperar de un tratamiento que considere sólo los síntomas. Hay que abarcar el tratamiento de la personalidad total. A un enfermo no le basta para curarse entender la estructura causal de su neurosis” (Alonso G., 2004).

En la primera mitad del siglo XX eclosiona el Estructuralismo de la mano de Edwar Tichner (1867-1962). Con su psicología de la experiencia estructura el conocimiento de la conducta humana a través de tres pilares fundamentales; el estudio de la anatomía del cerebro o Psicología Fisiológica, el estudio de la función o finalidad del comportamiento o Psicología Funcional, y el estudio psicológico del desarrollo humano o Psicología Evolutiva.

Por otro lado, el Funcionalismo de John Dewey (1859-1949) marca la importancia de los procesos adaptativos en un mundo cambiante. No todos pueden seguir el ritmo de las rápidas variaciones contextuales de las sociedades modernas, con la consecuente sensación subjetiva de marginación, y las consecuencias objetivas del desajuste. El pensamiento, como maquinaria para resolver problemas, puede verse desbordado en determinadas circunstancias. Esta idea sirve de germen para la práctica del actual conductismo y cognitivismo.

En paralelo, John Broadus Watson (1878-1958), considerado el creador del conductismo, repudió lo que en su opinión definía como los oscuros senderos de la filosofía especulativa y de la psicología subjetiva. Rechaza el concepto de conciencia por no considerarlo útil para la descripción, explicación, predicción y control de la conducta. Su modelo de investigación se basaba exclusivamente en la recogida de datos a través de experimentos diseñados solo con la inclusión de variables objetivamente cuantificables. Redujo la ciencia de la psicología a la predicción de la respuesta orgánica frente a un estímulo determinado. El pensamiento y el sentimiento quedaron relegados como variables poco significativas. Su contribución fue indispensable para desarrollar lo que hoy conocemos por Psicología del Aprendizaje, pero que obviamente no representa un modelo útil para intervenir en todos los desajustes conductuales humanos.

Burrhus Frederic Skinner fue otro de los grandes conductistas que definió la psicología como una rama experimental de la ciencia natural, donde es posible controlar y predecir la conducta si se hace bajo una observación directa y en condiciones experimentales de estímulo-respuesta. Al igual que Watson, quiere prescindir totalmente de la consciencia y de la introspección psicoanalítica. En su obra Más allá de la libertad y la dignidad (1971) reniega del concepto de ser humano autónomo, con libre albedrío, asegurando que son afirmaciones caducas, y que en realidad la conducta del individuo es conformada por sus propias consecuencias.

En Alemania, mientras tanto, tenía lugar el nacimiento de la psicología de la Gestalt de la mano de Max Wertheimer (1880-1943). Su experimento se basó en lo que conocemos como el fenómeno fi o movimiento aparente. Describe una ilusión óptica que nos hace creer que unas imágenes fijas están moviéndose. A través de este fenómeno, Wertheimer demuestra hasta qué punto nos puede hacer creer realidades que no son del todo ciertas. El fenómeno fi vuelve a poner de relieve la subjetividad de la experiencia humana, que contrasta con los valores experimentales del conductismo de Watson y Skinner. La Gestalt naturaliza el hecho de que el estímulo percibido no se corresponda con el estímulo real. Así, una de las lecciones que nos proporciona las Gestalt es que no debemos confiar totalmente en nuestros sentidos. El cerebro interpreta, construye y reconstruye, inventa e introduce axiomas en nuestra mente solo para intentar que las cosas tengan cierta lógica cuando son percibidas. Por ejemplo; podemos estar leyendo un texto al que le falta varias letras en el interior de sus palabras, o que están cortadas a la mitad, o incluso que son sustituidas por números, pero nuestra menta es capaz de reconstruir las zonas desaparecidas a través de la experiencia pasada. El cerebro humano tiende a agrupar cada cosa que vemos, a crear un todo, rigiéndose por un sentido de coherencia y una lógica interpretativa. Pero eso no quiere decir que lo que nuestro cerebro interpreta se corresponda con la realidad física. Otro de las grandes personalidades de la Gestalt fue el psicólogo alemán Wolfgang Köhler (1887-1957). Después de la segunda guerra mundial, habiendo emigrado ya a los EE.UU, contribuyó a establecer el concepto de aprendizaje por insight. Köhler se mostraba muy crítico con la mayor parte de las corrientes psicológicas existentes en aquel momento. Recalcó la necesidad de ahondar más en los temas relacionados con la inteligencia, el aprendizaje y el desarrollo humano. Realizó varios experimentos en grupos de Simios con el fin de comprender como funcionaban los procesos de resolución de problemas, poniendo en cuestión la corriente imperante en ese sentido, que aseveraba que los animales solo son capaces de resolver problemas a través del ensayo y el error. De hecho, el Conductismo afirmaba que los seres humanos aprendían de la misma manera. Köhler desafió esta corriente poniendo a los Simios con los que trabajaba en situaciones complejas, donde tenían que actuar de maneras creativas que no habían observado con anterioridad para así obtener la recompensa. Se comprobó que los chimpancés eran capaces de realizar conductas nuevas después de reflexionar sobre la mejor manera de conseguir el premio, Así se dio lugar al concepto insight, que se refiere a un aprendizaje que solo depende en gran medida de factores internos, y no tanto de la propia experiencia directa con el contexto del ambiente creado en la experimentación. La subjetividad vuelve a ocupar un espacio preferente en el desarrollo de la inteligencia. Tener insight implica entender claramente la esencia de una situación. Por otro lado, esto no se logra con un aprendizaje paso a paso, sino debido a procesos inconscientes de reflexión. Para tener insihgt, una persona necesita recopilar gran cantidad de datos relacionados con la situación concreta, que tras un proceso de reflexión profundan generan nuevos conocimientos que surgen de la conexión de ideas ya existentes previamente. El insight es repentino, genera grandes cambios en la comprensión de un problema, estableciendo patrones antes invisibles. Esta teoría deja de manifiesto que en los procesos de aprendizaje no media exclusivamente la experiencia directa, sino que, en el caso de humanos y algunos otros animales con cortezas cerebrales complejas, pueden generarse totalidades que trascienden la mecánica Conductista.

En la recta final de esta breve revisión histórica se incidirá en los principios de la Psicología Cognitiva, que en cierta forma recupera la importancia perdida de los procesos de pensamiento y la formación de conceptos que rigieron los movimientos filosóficos más destacables. No se pude hablar de cognitivismo y sus inicios sin mencionar a figuras como Jean Piaget (1896-1980), que estudió el desarrollo del pensamiento en la mente infantil, asegurando que sigue procesos muy distintos a la de los adultos. Según Piaget, con la maduración se producen cambios sustanciales en la manera de pensar y percibir el mundo que nos rodea. Considera que este proceso es una especie de metamorfosis cognitiva, tan profunda como el cambio de una oruga a mariposa. Para explorar los procesos de pensamiento que tiene lugar en esta metamorfosis, Piaget recurrió al método fenomenológico, que requiere la interpretación subjetiva del investigador. El desarrollo cognitivo se interpreta como el crecimiento que tiene el intelecto en el curso del tiempo, la maduración de los procesos superiores de pensamiento. Piaget estratificó este proceso en cuatro etapas fundamentales: 1º Etapa, o sensorio-motora (0 a 2 años), donde la conducta está dominada por la respuesta a estímulos. 2º Etapa o preoperacional (2 a 7 años) con la eclosión del pensamiento mágico y egocéntrico. 3º Etapa o de las operaciones concretas (7 a 11 años), con un pensamiento literal y concreto, donde pueden entenderse operaciones simples, como 8+3=11, pero no la formulación abstracta. 4º Etapa o de las operaciones formales (11-15años), en la que se alcanza el hito de la abstracción y las inferencias, coincidiendo con las facultades superiores de los seres humanos. 

Tras los primeros pasos de Piaget, la segunda mitad del siglo XX se caracterizó por una apertura hacia los aspectos cognitivos y sociales. Lazarus fue de los primeros en argumentar que los principios del aprendizaje eran insuficientes y se debían interesar por otras áreas de la psicología, como las emociones, memoria, etc. Los desarrollos teóricos más representativos fueron las teorías del aprendizaje social de A.Bandura y los enfoques de las Terapias Cognitivas.

Bandura plantea la posibilidad del aprendizaje a través de la observación (imitación) como forma de superar las limitaciones establecidas por la forma experiencial de la adquisición de comportamientos. Se hace patente la influencia de los conceptos ya desarrollados en la Gestalt, pero con una nomenclatura distinta. El aprendizaje se conceptualiza como metáfora del procesamiento de la información, siendo en el modelo el input y la ejecución conductual output, interponiéndose entre ambas una serie de procesos internos, como atención, retención, producción y motivación. Bandura diferencia entre aprendizaje y ejecución, haciendo depender esta última de la conducta aprendida (que permanece latente) del reforzamiento. El aprendizaje, por tanto, adquiere un enfoque independiente que no tiene por qué ir seguido de la ejecución de la conducta aprendida. Bandura también formula el principio del determinismo recíproco, es decir, la existencia de influencia recíproca entre el comportamiento y el medio, mediada por los procesos cognitivos del individuo. Esta influencia se lleva a cabo de forma sincrónicas entre todos los elementos.

A partir de este momento empiezan a surgir las Terapias Cognitivas como modelo de intervención sobre los desajustes conductuales y el sufrimiento humano. Se considera la cognición como el eje principal sobre el que pivota toda conducta. Los antecedentes para que este cambio se produjera en los paradigmas de intervención estuvieron definidos por:

  • Insatisfacción con la referencia al aprendizaje y a la conducta observable como elementos básicos y únicos de consideración clínica. Los mecanismos que se habían presupuesto como responsables de la eficacia de algunas técnicas pasan a estar en entredicho, definiéndolos como reduccionistas.
  • Creciente descontento con los resultados de las técnicas más conductuales en su aplicación a problemas de afecto negativo, como la depresión.

Las Terapias Cognitivas consideran que la cognición es el elemento determinante de la conducta. Los psicólogos cognitivos entienden que el aprendizaje es algo mucho más complejo que la formación de asociaciones Estímulo-Respuesta. El que aprende, entre otras cosas, encaja la nueva información en un marco organizado de conocimiento acumulado (esquema). Este conocimiento acumulado, a su vez, se estructura a través de variables de índole cultural, educacional, experiencial, etc. Así, la conducta del sujeto, en definitiva, se rige por circunstancias subjetivas que trascienden a la mera concatenación de estímulos visibles y/u objetivables por el evaluador. El sujeto lleva a cabo su propia construcción del entorno, que es única y mediada por la interpretación particular de los acontecimientos.

La base epistemológica de las Terapias Cognitivo-Conductuales y su quehacer terapéutico se rigen por tres principios fundamentales:

1.- Metáfora del condicionamiento: cogniciones como conductas encubiertas y como auto-enunciados encubiertos. El modelo teórico del condicionamiento encubierto aglutina un conjunto de procedimientos terapéuticos que utiliza la imaginación para manipular las consecuencias de una conducta y alterar su frecuencia. Esta técnica implica la manipulación de conductas operantes encubiertas. Skinner supuso la equivalencia funcional entre conducta abierta y la encubierta, pero Homme sistematizó el estudio mediante la metodología del análisis funcional para estudiar las conductas encubiertas, que son conductas de la mente. Consideraba que los pensamientos eran elementos iniciales de las cadenas de conductas abiertas y podían estudiarse de forma empírica.

Uno de los problemas metodológicos es que se pretende estudiar productos subjetivos de la mente a través de la subjetividad del propio evaluador.

2.- Metáfora del procesamiento de la información: segunda generación de terapias cognitivo-conductuales. Considera la mente como una computadora y es la base de las terapias de reestructuración cognitiva de Beck y Ellis. Estas terapias parten de la existencia de una realidad independiente del sujeto, que puede captarse de forma objetiva mediante el análisis lógico y racional de los datos (distorsiones de la realidad como problema).

Pero ¿podemos definir objetivamente la realidad? Las variables que se interrelacionan para dar lugar a lo que conocemos por realidad tienen una naturaleza eminentemente subjetiva. Cada una de ellas está mediada por la interpretación particular de nuestro sistema cognitivo, que se construye de forma escalonada en base a experiencias anteriores, únicas en cada sujeto. Así, la concepción de hechos ciertos podría estar plagada de connotaciones meramente interpretativas.

3.- Metáfora de la narración constructiva: Articula las terapias cognitivas y constructivistas y es propia de la tercera generación. No existe una realidad objetiva al margen de nuestros procesos de conocimiento (realidad como significados particulares del individuo). El papel del terapeuta será el de guiar al cliente y ayudarle a ser consciente de cómo crea su realidad y de las consecuencias de esa construcción. La historia que construyen es lo verdaderamente relevante para el proceso adaptativo. No son los síntomas de la depresión, ira o ansiedad los que interfieren en el funcionamiento, sino lo que los clientes se dicen así mismo y a otros sobre sus relaciones.

Esta última concepción se ajusta más a la subjetividad de la realidad sentida que define la naturaleza de nuestra mente. Aún así, quedaría por resolver el problema de la adherencia forzada a la cultura impuesta. O dicho de otro modo, la tendencia a convertir la intervención psicológica en una fórmula de adaptación al sistema imperante, sea este el que sea.

Las terapias cognitivo-conductuales presentan una enorme variabilidad metodológica (concepciones asociacionistas, constructivistas o racionalistas). Sin embargo, todas y cada una de estas concepciones están limitadas por la palpable realidad de que aún seguimos muy lejos de acercarnos a una definición clara de qué es y cómo se estructura el pensamiento. Cada una de las técnicas empleadas por la psicología actual no dejan de ser aproximaciones con un mayor o menor grado de eficacia en estratos poblacionales restringidos. A este respecto la experimentación con validez científica se ha centrado, sobre todo, en los modelos congnitivo-conductuales, por lo que es posible que exista cierto sesgo de confirmación a la hora de evaluar la eficacia superior de esta metodología en relación a otros modelos de carácter psicoanalíticos, psicodinámicos (Van Essen & Barch, 2015) y/o filosóficos.

Aparición y evolución del DSM

En 1952 hace su aparición el manual diagnóstico de los trastornos mentales DSM. Eysenck solía decir que uno de los problemas más graves de la psicología era que había pasado excesivamente deprisa por el periodo de clasificación y que, por tanto, los psicólogos se habían puesto a investigar sin que previamente todos entendiesen lo mismo en el manejo de las categorías.

¿Qué es clasificar? Básicamente se trata de ordenar individuos, cosas o conceptos homogéneos en función de que compartan determinadas características. La tarea se complica cuando hablamos de algo que no es físico, como ocurre en la psicología. Los conceptos que se manejan son abstractos, con una carga subjetiva elevada. Aún así, la psicología y su versión clínico-sanitaria ha adquirido el modelo psicopatológico como corriente para establecer y manejar diagnósticos.

Ya en la Grecia de Hipócratas, en el siglo IV a.C. se llevó a cabo la primera aproximación conocida a una clasificación de trastornos psicológicos. En concreto se distinguió entre Manía y Melancolía, una diferenciación diagnóstica que se extendió hasta el Renacimiento, donde Barrough (1583) introdujo una nueva categoría; la Demencia. En el siglo XVIII, Kant en Antropología y Pinel en Nosología Fisiológica, ampliaron y matizaron la clasificación, distinguiendo entre dos clases de Manía (con y sin delirio), conservaron Melancolía y Demencia y añadieron Idocia. Más tarde, el experto biólogo Linneus, pulió la clasificación creando géneros de enfermedades que quedaron de la siguiente forma:

  • Ideales (Delirio, Amentia, Manía, Melancolía y Vesania).
  • Imaginarias (Hipocondría, Fobia, Somnambulismo y Vértigo).
  • Padecimientos (Bulimia, Polidipsia, Satiriasis y Erotomanía).

Pero hasta 1899 no podemos hablar del auténtico génesis de lo que hoy conocemos por manual de los trastornos mentales, que llegó de la mano de Kraepelin con un manual de psiquiatría elaborado a partir de grupos de pacientes con sintomatología homogénea que constituían un síndrome. Es importante matizar que sus criterios se fundamentaban en causas orgánicas; hereditarias, metabólicas, endocrinas, alteraciones cerebrales. Así, huelga decir que la clasificación actual tiene su raíz en enfermedades mentales de causa orgánica.

La Segunda Guerra mundial y el brutal aumento de alteraciones conductuales en los soldados americanos hicieron urgente la creación de un lenguaje clasificatorio común que ayudara en el proceso de intervención. Tras un intento fallido por parte de la Marina y el Ejército (1944 y 1945) basada en la clasificación Standard Nomenclature (1932), se solicitó ayuda a psicólogos y psiquiatras, dando lugar a la primera versión del DSM, que tuvo como base de conocimientos la IDC (International Classification of Diseases Europe) – (Clasificación internacional Europea de Enfermedades). Las primeras revisiones siguieron en esta línea, hasta que en 1980 surge el DSM III, que se inclina por un modelo americano de clasificación, donde se incluyen la explicación de los criterios con los que se construyen las categorías y la ampliación que supusieron los cinco ejes diagnósticos, ubicando aquellas alteraciones que presentaban dificultades diagnósticas como Retraso Mental y matizando las restantes (Barrio, 2009).

El DSM ha generado continuas revisiones hasta su versión actual, el DSM V. A lo largo de su historia no ha estado exento de críticas por corrientes que postulan un exceso de celo patologizador en los criterios a través de los que se clasifica la conducta no normativa. De hecho, se considera muy preocupante la inclusión de nuevos diagnósticos que podrían ser extremadamente comunes en la población general. También se ha reducido algunos umbrales para la inclusión patológica, generando la aparición de “falsos positivos” (pacientes mal identificados), exacerbando así la sensación de malestar en algunos individuos categorizados como enfermos.

El propio Alles Frances, que dirigió durante años el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM), considera que su quinta revisión alimenta la conversión de problemas cotidianos en trastornos mentales. En sus propias palabras, Alles asegura que se ha ampliado tanto la lista de patologías que hasta él mismo se ve reflejado en esos trastornos. También señala a la industria farmacéutica como la máxima beneficiaria del modelo, pero a costa del sufrimiento de los nuevos pacientes falsos positivos.

La validez del modelo clasificatorio DSM también se ve empañada por la concurrencia de una enorme comorbilidad entre los distintos trastornos, y que difícilmente pueden ser explicada.

Los problemas psicológicos

La Organización Mundial de la Salud definió la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no la mera ausencia de enfermedad o discapacidad”. Si se toma esta premisa en consideración, lo que actualmente entendemos por psicología de la salud trascendería al espectro psicopatológico expuesto en el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. En la salud psicológica intervienen aspectos sociológicos, educacionales, culturales, etc, que de una forma secundaria influyen en la biología humana.

El DSM y la visión médico-psicológica de los problemas psicológicos tiende a considerar enfermedades toda aquella conducta que pueda diferir sustancialmente de la norma. Así, es común que un individuo que presente reacciones consideradas exageradas, (desviadas de media en función a criterios de carácter subjetivo) ya sea de tipo ansioso, compulsivo, maniaco, distímico… sea etiquetado bajo unos principios taxonómicos difusos, con comorbilidades inaceptables desde un prisma científico y con una utilidad terapéutica limitada e incluso contraproducente.  La psicología, en su lógico empeño por incluirse entre las ciencias de la salud, se ha acercado quizá demasiado a las categorizaciones diagnósticas como fórmula para entender e intervenir sobre la conducta no normativa, que si bien se presentan muy útiles para el manejo de determinadas situaciones con etiología fisiológica, podrían no serlo tanto para los desajustes comunes de la vida de los individuos.

En torno al 80% de los problemas psicológicos identificados por los servicios de salud mental, tanto públicos como privados, se corresponde con etiquetas diagnósticas contenidas en los espectros de los trastornos de ansiedad y los trastornos del estado de ánimo.

La Terapia Cognitivo Conductual se ha mostrado experimentalmente como la herramienta más eficaz para la intervención sobre estas entidades psicopatológicas, siempre en comparación con la intervención exclusivamente farmacológica o frente a otras terapias no farmacológicas, si bien las limitaciones que podemos encontrarnos en la revisión de los estudios se caracterizan fundamentalmente por una ausencia de datos sobre los resultados obtenidos a través de esos otros métodos psicoterapéuticos, lo que no debe ser entendido como ausencia de eficacia. ¿Estamos, por tanto, ante errores metodológicos que pudieran invalidar dichos estudios? El criterio de eficacia es otra de las grandes limitaciones. Los estudios se centran en la eficacia observada tras la finalización del tratamiento (12 semanas aprox), pero en pocas ocasiones se contempla un seguimiento para casos considerados crónicos, por lo que sería aventurado asegurar una superioridad a largo plazo de la TCC como única opción de tratamiento. De hecho, los resultados a largo plazo de la TCC (4-5 años) demuestran que la remisión completa sostenida es infrecuente. Por último, la reducción sintomática, además de otras variables, pueden decantar la elección por una u otra terapia, entre ellas el coste, la aceptabilidad, los índices de abandono o la facilidad de acceso (Fullana, Fernández De La Cruz, Bulbena, & Toro, 2012). De esto se desprende que la superioridad de la TCC puede ser un subproducto del sesgo de confirmación presente en un porcentaje alarmante de los estudios experimentales en la actualidad.

Los problemas psicológicos humanos definidos como entidades psicopatológicas pertenecen a un método de intervención anclado en la idea de que la conducta alterada debe ser, en la mayor parte de los casos, un precipitado de alteraciones internas (biológicas o meramente cognitivas), que, aun en interrelación con el contexto, el sujeto sería instruido en la adaptación o aceptación al mismo para conseguir la recuperación. Sin embargo, los datos experimentales están perlados de limitaciones que han ignorado sistemáticamente estudiar alternativas a la TCC, alternativas, que, entre otras, expondrían la subversión como elemento central de la terapia que afronte el reto evidente de la cronificación de las entidades definidas como psicopatológicas.

Breve repaso al modelo biomédico y el modelo biopsicosocial

Tradicionalmente se ha entendido la salud desde una perspectiva dualista que separa el cuerpo y la mente. Este punto de vista se englobaría en lo que conocemos como “modelo biomédico”, que se popularizó en Occidente durante el Renacimiento, periodo en que hubo un reencuentro con la ciencia y con la razón, superando las explicaciones religiosas que imperaban por entonces.

A finales del siglo XIX y principios del XX los progresos en la medicina ayudaron a mejorar las intervenciones sobre las patologías, con un considerable impacto en la calidad de vida en general. Se produjo un desplazamiento de la atención sobre las enfermedades infecciosas hacia las enfermedades crónicas derivadas del estilo de vida, como los trastornos cardiovasculares y el cáncer.

Justo aquí germina el modelo biopsicosocial, propuesto por Engel, que acabó sustituyendo al modelo biomédico. El modelo biopsicosocial destaca la relevancia y la interacción de los factores psicológicos y sociales junto con los biológicos. Esta perspectiva plantea la necesidad de tratamientos personalizados e interdisciplinares, puesto que la intervención debe dirigirse a los tres tipos de variables (Borrell i Carrió, 2002).

A través del paradigma biopsicosocial se ha estructurado la nueva forma de hacer psicología, más próxima a las variables contextuales, pero sin abandonar la definición taxonómica de criterios rígidos que caracteriza al DSM y que, en no pocos casos,  puede observarse como un elemento entorpecedor para la consecución y expresión de respuestas adaptativas ante los problemas vitales del individuo.

En una gran amplitud de círculos profesionales se ha reconocido que, para alcanzar resultados aceptables de recuperación y estabilización, patologizar en la práctica psicoterapéutica a través de entidades diagnósticas no representa ventaja alguna frente a la despatologización del sujeto. Cabe preguntarse, por tanto, si el modelo de intervención psicológica hoy aceptado podría estar sesgado por la necesidad del sistema para adaptar la conducta del sujeto a lo esperado en el entorno impuesto, generando así un estrato más de subjetividad en las definiciones sobre las alteraciones conductuales. Así, los sucesos y procesos psicosociales, a lo largo de toda nuestra historia, incluyendo el presente, llegan a ser declarados como comportamientos patológicos.   

Discusión

La revisión ofrecida en el texto nos advierte de una persistente prevalencia de problemas conductuales y cognitivos en cualquier momento histórico, si bien el enfoque ha variado ostensiblemente. En un principio la filosofía tuvo un papel predominante subversivo. Filosofar equivalía a revelarse, a exponer nuevas perspectivas que se enfrentaban de manera frontal a los paradigmas establecidos, sin importar el campo de trabajo.

La psicología, una vez hizo acto de presencia en su acepción actual, adquirió de la filosofía su entidad introspectiva. Sin embargo, las corrientes científicas para tratar de explicar el por qué de la conducta humana y la singularidad del pensamiento fueron, sino imponiéndose, superponiéndose. Así se llegó hasta posturas conductistas radicales, que buscaban una realidad material incuestionable regida por principios de aprendizaje básicos. De la misma forma, las teorías fisiológicas que superponían las estructuras visibles, como los nervios y los sentidos para explicar nuestras sensaciones y reacciones al ambiente, dejaron una huella que hoy perdura en los estudios neuropsicológicos, que han pretendido ofrecer explicaciones neurobiológicas sobre la naturaleza de la conciencia.  

La visión más moderna, congnitivo-conductual, precedida también por el psicoanálisis, reconoce parcialmente su incapacidad para definir etiológicamente el constructo de trabajo de la psicología, que no es otro que la conciencia y como ésta genera la realidad individual y colectiva.  Aún así, tanto en un caso como en el otro se han implementado mecanismos de intervención terapéutica que van desde la reflexión profunda en las dinámicas del inconsciente hasta la reestructuración de las propias interpretaciones de la realidad, finalizando en las estrategias de aceptación de un contexto que no podemos modificar, pero que si podemos llegar a entender y tolerar.

Pero todas y cada una de estas estrategias siguen teniendo un factor común a la hora de enfocar el sufrimiento humano. El psicólogo-psicoterapeuta trabaja como un elemento de anclaje entre el individuo que sufre y la sociedad que lo contiene. De alguna forma, las herramientas de intervención siempre han considerado la conducta no normativa, ya sea en un grado mayor o menor, como situaciones que implicaban un desajuste ante una realidad impuesta por los paradigmas dominantes, que no solo están sesgados por el conocimiento científico actual, sino también por la cultura, en el más amplio sentido de la palabra (sociología, mitología, religión, filosofía, arte…). Cuando se trata de intervenir sobre un constructo, como es la conciencia y su interrelación con el ambiente, el sesgo cultural adquiere un cariz esencial, pues la formación del pensamiento, ya se considere alterado o no, está regida por variables que trasciende a todo el acerbo biologicista. La intervención queda, por tanto, cercenada por la intencionalidad particular del terapeuta, que rige su conocimiento de la conciencia a través de paradigmas volubles.

El paradigma biopsicosocial imperante sigue impregnado por la corriente patologizadora que se define en el DSM. Toda la formación de los terapeutas queda circunscrita bajo las premisas de unas conductas no normativas descritas en los criterios diagnósticos, y con ellas puede establecerse un rango de acción sobre el sujeto que tiene como finalidad última la desaparición de la sintomatología a través de la idea de la reestructuración cognitiva por errores de interpretación. Esta forma de acción podría estar más cerca de lo que creemos que aquellas técnicas masturbatorias ocultas como intervención clínica para tratar la histeria femenina.

En su momento, la irascibilidad, la necesidad de control, la tendencia a la dominancia o las dotes seductoras eran las primeras características que hacían sospechar al patólogo de estar ante una mujer aquejada de histeria. Algunos textos introductorios al problema venían a decir lo siguiente: «La histeria ha de tratarse con un profesional adecuadamente formado y con experiencia en estos temas. Se trata de un trastorno de la personalidad que no ha de tomarse a la ligera ni en broma, pese a que a la mayoría de las mujeres nos tachan de histéricas en cuanto tenemos algún ‘arranque’ de enfado. No hemos de trivializar este tema jamás, pues su origen es profundo y requiere de paciencia y tratamiento».

Aquella supuesta enfermedad femenina incluía también síntomas como desfallecimientos, retención de líquidos, pesadez abdominal, espasmos musculares, respiración entrecortada, insomnio, pérdida de apetito, nerviosismo, irritabilidad y agresividad: todo un compendio patológico que requería de urgente intervención.

Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, hizo algunas aproximaciones cognitivistas sobre el origen del trastorno, circunscribiéndolo en alguna experiencia reprimida del inconsciente. La vertiente fisiológica centraba la intervención sobre el útero, ya fuera fortaleciéndolo a base de métodos arcaicos y terriblemente dañinos, como los sangrados, inyecciones de nitrato de plata y cauterizaciones. Incluso llegaron a recurrir a la extirpación a través de la histerectomía.

Pero a parte de toda la barbarie expuesta, existía otro método para relajar la sintomatología, que no era más que la masturbación asistida. El médico era el que manipulaba el genital femenino hasta alcanzar el paroxismo. Anótese que en el siglo XIX e incluso principios del XX se consideraba que las mujeres no podían alcanzar el orgasmo desde un punto de vista fisiológico, por lo que se le daba a la intervención un aura médico.

No fue hasta 1952, cuando la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) desacreditó la histeria como enfermedad. Puede observarse como el contexto cultural, religioso y social interfirió en el conocimiento científico, dándole una entidad patológica a lo que no era más que represión sexual.

Igual que en el caso de la histeria femenina, no tenemos que remontarnos hasta el siglo XIX para observar otros casos de similares características, como la concepción patológica de la homosexualidad o la transexualidad, que afortunadamente ya han sido desterradas de los manuales diagnósticos de los trastornos mentales. Hubo que esperar hasta 1973 para que la APA decidiera borrar la homosexualidad del DSM de manera genérica, pero hasta 1987 para acabar con ciertos términos relacionados, como el de homosexualidad ego-distónica. En 1990, el DSM aún incluía la transexualidad dentro del apartado de “trastornos de la identidad sexual y de género”. La OMS ha anunciado que en el próximo CIE-11, que entre en vigor en 2022, por fin sale de la lista de los trastornos toda referencia a la transexualidad. La cuestión es que gran parte de la sintomatología de tipo cognitivo y conductual presentada por estos individuos tiene una etiología sociológica y cultural predominante, por mucho que se haya pretendido adornarla de fisiología y medicina-psiquiátrica. Las costumbres y las normas sociales influyen mucho más de lo que nos gustaría reconocer en la definición de lo que es y no es una conducta alterada, y por ende un trastorno mental. Así, desde nuestros actuales y renovados sesgos de pensamiento, la psicología clínica vuelve a considerarse libre de interferencias culturales y sociológicas a la hora de definir que es y que no es una patología mental. Si volvemos a los datos señalados en el texto sobre la incidencia de los trastornos del estado de ánimo y los trastornos de ansiedad (80% del total), debe llamar la atención la enorme prevalencia de los mismos en la sociedad occidental, a pesar de nuestros crecientes niveles de seguridad. Por otro lado, la recaída a 4 o 5 años de las personas aquejadas de estas entidades patológicas supera con mucho lo que debería esperarse de una intervención eficaz, considerando la remisión absoluta como infrecuente. Puede decirse que la TCC tiene una eficacia muy limitada como método para mantener la estabilidad emocional a largo plazo. Otros métodos tanto de tipo psicoanalítico, como sistémico, contextualista y/o conductista no han presentado mejores resultados para afrontar los trastornos del estado de ánimo y los relacionados con la ansiedad, ya sea por las limitaciones en la investigación de los mismo o por su propia naturaleza. Cabe preguntarse, por tanto, si los objetivos marcados en la intervención sobre la ansiedad y depresión resistente a tratamiento son los que generan estos intolerables niveles de recaída.

Como en la histeria fenemina, que tenía el objetivo de la relajación paroxística como primera vía de intervención, jamás se pudo alcanzar un nivel de eficacia aceptable a largo plazo hasta que no se reconocieron las variables sociológicas que dieron nombre a la entidad patológica, para así centrarse en la resolución por vía de la liberación cultual y sexual de la mujer. La homosexualidad y la transexualidad también han estado perladas de estas presiones religiosas, culturales y normativas, que desviaban la atención del problema hacia la individualidad, hacia la responsabilidad particular del sujeto o de su propia fisiología.

Incluso hoy, las características comunes de las terapias que son aceptadas por la ciencia como eficaces tienen como denominador común la idea de que existe una distorsión cognitiva, de que, en cierto modo, la norma social imperante al respecto del buen hacer ciudadano es un constructo al que debe ser ajustado el sujeto para su recuperación, ya sea a través de la reestructuración y acople de sus cogniciones o de la aceptación de lo que pueda considerarse inmodificable. Y la norma social no tiene base científica, sino cultural. Pero la psicología vuelve a remar en la parte delantera del barco, lejos del timón, revisando sus catálogos de trastornos mentales en función a movimientos de tipo sociológico. Sin embargo, existiría una forma distinta de enfocar los problemas psicológicos más comunes de nuestra sociedad, que como ya sabemos se traducen en entidades de tipo depresivo y ansioso. La hipótesis de trabajo se centraría en como el psicólogo/a, en los casos susceptibles por su resistencia a otras intervenciones, optaría por alejarse de su posición de ancla entre el sistema y el individuo, abandonando la estrategia común de reestructuración cognitiva esperada por el sistema y adquiriendo una visión subversiva de la intervención psicológica, que alude al origen filosófico de la disciplina.

Las bases para exponer esta alternativa de intervención se describen a continuación:

1.- La paradoja clínica, o como la despatologización de la conducta no normativa favorece el proceso de ajuste.

Las influencias psiquiátricas en la práctica de la psicología clínica se hicieron evidentes con el establecimiento de rangos patológicos en la descripción de casi cualquier alteración de la conducta (DSM y CIE). Si bien existe un buen número de problemas conductuales con un origen eminentemente fisiológico, ya sea por causa traumática, vascular, demencial, infecciosa o genética, esta no sería la norma en los problemas psicológicos humanos. Así, uno de los grandes problemas con los que se encuentra la eficiencia y eficacia de las terapias psicológicas es la adhesión al tratamiento. Sabemos que cuando el individuo está aquejado de una patología de origen fisiológico que puede ser contrastada por imagen o datos objetivables, la patologización del sujeto a través de etiquetas diagnósticas favorece la adhesión a los tratamientos. Esta información clínica serviría de estímulo para la adquisición de un compromiso con las instrucciones del patólogo (problemas cardiacos, oncológicos, hormonales, hepáticos…) (Olga & Olivar, 2015) Sin embargo, existe una respuesta contraria cuando el problema se trata de entidades sin una historia clara desde un punto de vista etiológico. Los problemas psicológicos que no están derivados de una disfunción fisiológica y que deben ser descritos desde la propia subjetividad de los paradigmas actuales, cuando son acompañados de una etiqueta diagnóstica muestran un evidente entorpecimiento en la recuperación del cliente/paciente. Queda descrita esta circunstancia como paradoja clínica. El uso indiscriminado de etiquetas diagnósticas en la definición de los problemas psicológicos humanos puede tener efectos iatrogénicos como consecuencia de: a).- La estigmatización, con un probable deterioro de la vida social como resultante del daño directo en la autoimagen del individuo. b).- Posible uso por parte del cliente/paciente de la nueva condición clínica como excusa para el mantenimiento de la conducta a resolver. Es común que se establezca una relación reforzante positiva entre la etiqueta diagnóstica y ciertos beneficios sociales que le pudiera generar (búsqueda de atención, protagonismo…) (Montoya-rodríguez, 2017).

La patologización de la conducta, según el criterio presentado en el texto, solo estaría recomendada en situaciones donde se conoce la etiología fisiológica del problema. La psicología y los problemas de conducta derivados de la desviación de la norma social quedaría bajo un criterio meramente subjetivo, que en último término no debe dar lugar a definiciones que presenten un perjuicio para el cliente/paciente. Por tanto, quedaría en cuestión el uso de los modelos clasificatorios de los trastornos mentales en la práctica de la psicoterapia, al menos en un 80% de los casos.

2.- Pensamiento Catedral. Subvertir el sistema.

Este principio filosófico nos habla de la capacidad para concebir y planificar proyectos con un horizonte muy amplio, en base a la forma de construcción de las catedrales medievales. Para aplicar esta idea a la práctica de la psicoterapia debemos preguntarnos cual es la naturaleza del nexo de unión que está estableciendo el/la psicoterapeuta con el cliente/paciente. Las terapias cognitivos-conductuales y las terapias de tercera generación, abaladas como las más eficaces desde la ciencia, siguen teniendo pobres resultados a largo plazo. Las mecánicas de estas fórmulas de intervención han logrado mejoras significativas de los sujetos en periodos que van desde 0 a los 4 años, pero siguen sin establecer una estabilización significativa del sujeto en periodos más largos. Cabe entonces sospechar que se sigue centrando el modelo terapéutico en la eliminación del síntoma, pero no de la causa profunda del desajuste.

Los problemas psicológicos humanos, sobre todo en el mundo civilizado de corte capitalista, están directamente relacionados con la presentación de crisis ansiosas y depresivas, seguidas de pensamientos rumiativos con una connotación egodistónica. Estas entidades diagnósticas prevalecen en el tiempo una vez han aparecido, alternándose los periodos de mejoría y recaída dando lugar a cierta cronificación.

La respuesta ansiosa y/o depresiva no siempre está generada por una interpretación errónea del contexto, ni por distorsiones desadaptativas. De hecho, cada vez más a menudo se observa el crecimiento de casos de difícil resolución por la imposibilidad de manipular el contexto y la poca funcionalidad para el cliente/paciente de la explicación cognitivo-conductual para las distorsiones del pensamiento. El desempleo, la injusticia, la pobreza, la destrucción del medio ambiente son entidades muy reales para un porcentaje cada vez mayor de la población. Si además añadimos la mecánica empática de nuestra especie, el problema pasa de ser una entidad individual de la que preocuparse, a una entidad colectiva que es objetivamente una amenaza para la seguridad y el bienestar a largo plazo de todos.

Desde la psicología no se puede tratar al cliente/paciente como alguien inconsciente con pocas habilidades para discernir sobre el sistema que le rodea. La globalización, por ejemplo, suena como un sistema económico que integra a todos los países armoniosamente, pero en realidad significa justo lo contrario; diferentes niveles de desarrollo y una exclusión sin precedentes.

Los altos niveles de exigencia en el plano social, laboral, académico, la competitividad exacerbada, la inundación de información contradictoria… Todas estas variables inducen a una respuesta congruente con un ambiente que choca frontalmente con los requerimientos evolutivos de la psique humana. Los acontecimientos se precipitan a modo de imágenes amenazantes en todos los ámbitos de la vida del sujeto, con una cadencia intolerable, que genera problemas ansiosos y depresivos en todas sus formas, y que no encuentran alivio a largo plazo en las TCC y las Terapias de 3º Generación.

El pensamiento Catedral, adaptado a la psicoterapia, abandonaría la idea de la distorsión cognitiva como eje central del tratamiento para ahondar en la raíz sociológica y filosófica del problema. La TCC y las Terapias de 3º Generación utilizan al psicólogo como un puente entre la conducta no normativa del individuo y lo que el sistema pretende de él (Martín-Murcia & Ferro, 2015). A través de la idea de la distorsión cognitiva o la aceptación inmisericorde de su condición, se desvía la atención de la raíz filosófica y sociológica del problema que, en definitiva, originaría una respuesta congruente que advierte al sujeto de la necesidad de cambios no solo individuales, sino también colectivos. No existiría distorsión, sino advertencia. Tampoco podría hablarse de aceptación, sino de subversión contra las bases sistémicas que han propiciado el sufrimiento. Así, el plan de la Terapia Subversiva con base en el pensamiento Catedral tendría como objetivo planificar no una respuesta cortoplacista a los síntomas ansiosos y depresivos, sino utilizar los mismos como fuente de comprensión profunda del malestar, alentando una reacción contrasistema. El/la psicoterapeuta dejaría de servir a los intereses de una clasificación normativa de conducta para posicionarse como educador subversivo.

El sujeto, de esta forma, es tratado no como un ente que se ha desviado de la conducta esperada, sino que responde de manera lógica a su propio conocimiento y a los modelos de aprendizaje que han construido su psique en relación con el sistema. Se busca, por tanto, una respuesta a largo plazo que presente una ventaja significativa a la actual estrategia basada en el reajuste de las distorsiones cognitivas y la aceptación.

Conclusión

Actualmente, los problemas psicológicos relacionados con la ansiedad y la depresión son tratados de forma general como respuestas desajustadas del sujeto a un contexto determinado. Sin embargo, estas respuestas podrían ser congruentes con la exposición al ambiente, como así lo fueron en su momento la histeria femenina o los trastornos relacionados con la identidad y expresión sexual. Se podría estar incurriendo nuevamente en la patologización de una respuesta normal, pero no esperada, en post de un modelo de convivencia y distribución social determinado por influencias culturales, que no científicas. La más que probable existencia de un sesgo en la perspectiva psicoterapéutica, que impide apreciar los niveles profundos de influencia sobre la conducta y la psique de los sujetos contenidos en un sistema, y que exige más de lo biológicamente tolerable, merece una reflexión sobre la posibilidad de volver a raíces filosóficas de tipo subversivo que alienten no la reestructuración hacia un ajuste psicológico del individuo dentro del sistema, sino contra el sistema.

Para ello es necesario entender al humano no como un ser exclusivamente individual, sino, sobre todo, social, lo que en sí mismo ya representa una contradicción con las exigencias del sistema, que se rige a través de una competitividad voraz en todos los ámbitos de la vida (laboral, personal, social, familiar…) Si las funciones psicológicas no patológicas están mediadas por una tendencia a la adaptación, no solo debe observarse la adaptación del sujeto al sistema, sino también las necesidades de adaptación regidas por la memoria intraespecie. Por tanto, y atendiendo a este criterio, la conducta normativa (no patológica) también debería ser entendida como aquella que pretende como fin último la configuración de grupos de convivencia estables a largo plazo. Las reacciones que hoy se consideran desadaptativas en la psique individual podrían contemplarse como reacción adaptativa desde el punto de vista colectivo, aunque a costa del bienestar del individuo. Muchas de las crisis depresivas y ansiosas que presentan los sujetos contenidos en el sistema podrían tener un correlato que no puede ser explicado desde paradigmas meramente conductuales, cognitivo conductuales o fisiológicos, sino que precisan de un alto contenido de filosofía subversiva, que al fin y al cabo es el elemento común que caracteriza todas las revoluciones del pensamiento que han logrado los avances más significativos de la especie.

Entender la conducta alterada desde una perspectiva desadaptativa impide apreciar la profundidad del pensamiento Catedral, de una psique que busca la adaptación individual a través de la modificación del propio sistema, sin abrazarlo como entidad absoluta e inmodificable. Una psicoterapia subversiva tiene como objetivo fundamental la educación en el plano filosófico que ayude al individuo a manejar la frustración, la rabia, la ira, la tristeza y el desaliento con fines constructivos, sin olvidar la naturaleza congruente de los mismos. Racionalizar nuestras reacciones emocionales más negativas con una etiología no patologizante puede contribuir a crear individuos más estables, aunque representen un elemento hostil para la configuración del sistema que los contiene (Castorina, 2002).

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